Al filo de las seis de la mañana, en un día que está abriendo un poco gris y húmedo de principios del otoño; los álamos del jardín, goteando la tenue lluvia que el cielo les está enviando, limpios, brillantes y de olor a hierba nueva del ambiente; invitan a dejar la pesadumbre que deja ver a nuestro personaje como un hombre solo, triste y aparentemente sin sentimientos.
Como todos los días, tomaba asiento en una misma banca, en el mismo lugar, cerca de la fuente donde se escuchaba el cadencioso y argentino tintineo de la caída del agua sobre el espejo de plata que parecía tener al frente. Lugar exacto por donde debe pasar el astro rey y que era el pasatiempo favorito de Don Teófilo.
Mientras nuestro personaje meditaba al mismo tiempo de ver pasar y correr a los chicos y preciosas niñas, jugaban, corrían. Alguien al correr y caer raspándose la rodilla, enseguida varias pequeñitas la atendieron, pero no pasó a mayores; ya dejado el llanto volvían al juego. A un lado de su espacio, Don Teófilo, desde hacía dos días que observaba a un jovencito, de aproximadamente catorce años; delgado, cabello corte y peinado como cepillo hacia arriba y con las puntas doradas. La imagen que proyectaba era apolínea, no me equivocaría que llegaría a la proporción perfecta que fin creada por la cultura griega, su proporción era de nueve cabezas. Es decir era un adolescente muy guapo.
Deliberadamente Don Teófilo lo vio frente a frente; en ese instante el chico sonrió; con paso ligero, sin movimientos exagerados, se acercó y sin más ni más, le dijo:
-Veo que no tienes amigos. Yo tampoco; los niños de mi edad, solo están pensando en algún pretexto para no ir a la escuela, y a mí no me gusta eso. Vengo a estudiar a ese lugar, donde tú estás sentado.
– Momento jovencito, primer dime: ¿Cómo te llamas?
– Ángel ¿Y tú?
– Teófilo, bueno, ya somos conocidos y ahora podremos hablar; me estas insinuando que en este jardín público, existen lugares con derecho de apartado.
– No; sólo que yo la vi primero, ¿Por qué los viejos son tan enojones?
– ¿Por qué los chavos son tan agresivos? Ángel se queda callado.
– Haber Ángel, a ti te toca iniciar.
– Eres igual que mi maestro de mate.
– Ángel ¿Qué entiendes por una radical?
– Guácala, mangos, ¿Qué es eso?
– Bien Ángel, tú ganas. Eso quiere decir que no quieres hablar de cosas escolares. ¿Verdad? Háblame de ti.
– Siempre gano, en mi casa no me hacen caso y no quieren que tenga amigos grandes.
– Por principio, ¿Porque ya no te hacen caso en tu hogar? ¿Les has hablado de mí?
– Sí; pero no les gusta tu amistad para mí. Consideran que tus ideas ya son del pasado… ya muy pasado, y aunque te bañes diariamente dicen y recalcan que hueles a viejo y desde luego eso me hace sentir mal.
– Cuando se llega a mi edad y si eres proveedor del hogar, no faltará quien trate de pellizcarte la bolsa cuando estas dormido; que a veces les sorprendes y te sacan una historia de Alí Babá. Es difícil ya transitar en la calle, no alcanzas a leer letreros como es mi caso, y por ende estás perdiendo la capacidad de escribir, imagínate; me gusta escribir, dibujar, tomar fotografías y perdiendo la vista por falta progresiva de agudeza visual. ¿No es para sentir la muerte?
– Cuando sales a la calle, (prosigue el abuelo) caminas más despacio y si tienes que usar bastón, le estorbas a todo el mundo, eres fácil blanco de los rateros, tienes que caminar sin nada en las bolsas ni usar relojes ni anillos. Lo más dulce que te dicen es; ¡Quítate estorbo!
– A nosotros, (interviene Ángel), no nos quieren dejar fuera, sino que quieren que nos metamos en sus ondas, y de ti depende que caigas o no; salí de casa porque mi padrastro golpeó a mi madre y le rompió la quijada y en el pueblo no supieron atenderla y murió; al quedarme con él, quería abusar de mí, pero en la escuela ya habíamos tenido noticias e instrucción sobre todas estas cosas y al golpearlo en la cabeza, perdió el sentido. El jefe de la policía, que es mi padrino, mandó detener a mi padrastro y lo metió al bote y lo mandaron al reclusorio por la muerte de mi madre. Me dio dinero para el pasaje y me mando aquí a la capital. Aquí vivo con la mamá de mi padrino, que también está enojada. En la escuela, también hay cosas; pero si me dedico a denunciarlas, nos quedaremos sin maestro, empezando con el director. Te digo, yo solo me cuido y me dedico a estudiar, ya no confío en los mayores.
– Se me hace que mientes, Ángel. ¿Por qué te acercaste a mí? Yo, podría lastimarte. Buscarte un mal, si acaso.
– Teo, tú tienes cara de malvavisco triste nada más eso. Yo confío en ti con los ojos cerrados. Te he visto aquí ya varias veces y no te creo capaz de nada malo. En fin, si me arriesgo. En ese instante, por el sendero que tienen enfrente aparece una dulce mujer de edad proporcionada a la que tiene Don Teo, y le dice:
– Teo, no hay tortillas para la comida.
– Enseguida voy mi amor, solícito contesta.
– Ángel, acompáñame.
– No, voy a casa a ver si a mí tía se le ofrece algo. Escucha Teo, vamos a mi casa y tal vez vayamos por tortillas los dos. ¿Te parece?
– ¡Va!
Por el mismo sendero avanzan los nuevos amigos, ríen, platican, Ángel pregunta:
– ¿Me ayudas hoy en la tarde a terminar mi tarea?
– ¡Claro!
Desaparecen en la arboleda del jardín, rumbo el mercado de la colonia; los separan dos generaciones; pero los unen personales y antagónicas circunstancias. ¿Alguien habló de que los polos opuestos se repelen?
Jorge Enrique Rodríguez.
10 de octubre de 2005.