Hace muchos años en el país era muy complicado encontrar personal que hiciera labores de limpieza, estaban pasando los efectos de la gran depresión y eran muy estrictos en la selección de personal, ya que se colaban muchos migrantes europeos.

El obispo administrador de la catedral de San Patricio, ya estaba desesperado por encontrar quien hiciera la limpieza del recinto en todas sus áreas. Los requisitos eran demasiado estrictos y no lograba encontrar a la persona que cubriera todos los requisitos. Después de entrevistar a muchas personas solicitantes encuentra a un inmigrante polaco; llenaba con creces todos los requisitos excepto uno; no sabía leer ni escribir.

Este es el resumen de una historia escuchada en uno de mis múltiples viajes; ¿Reconocen el patrón?, efectivamente no es de mi autoría; por favor ubíquenla en donde les sea más atractivo, Nueva York o Inglaterra.

Todas las madrugadas, antes del horario de la celebración de la primera eucaristía en la catedral de San Patricio; se veía a un hombre como de treinta años, barrer la calle del frente del recinto; también aseaba el presbiterio en la nave mayor, limpiaba las bancas, barría y sacudía los nichos, atendía las habitaciones de los sacerdotes residentes; en fin se encargaba de todo menos el lavado de ropa.

No piensen mal, le pagaban una buena cantidad de dólares; él vivía en la casa parroquial, tenía sus tres alimentos al día, una habitación cómoda y varios de los fieles ofrecieron proporcionarle ropa y artículos de aseo personal; nunca salía de vacaciones así que su sueldo lo ahorraba integro; en esas condiciones llegó su cumpleaños número sesenta y cinco. El sacristán se llevó una gran sorpresa cuando lo mando llamar el nuevo clérigo de la catedral a su oficina al ingresar éste, sin previo saludo el clérigo le dice:

– Señor sacristán, una persona como usted, ya anciano y sin saber leer ni escribir no me es útil, así que a partir de este momento está despedido; le doy este cheque para que viva mientras encuentra en donde usted pueda vivir y trabajar. (Se sorprende y no dice nada).

– ¿No me dice nada? Insiste el clérigo.

– ¿Se lo merece? Le contesta el sacristán.

El sacristán, después de recoger sus pertenencias e instalarse en un pequeño hotel cerca de la catedral, se dirige al banco a realizar su depósito; cuando el gerente del banco lo ve, lo invita para que lo acompañe a su oficina e inicia la conversación.

– Buenos días señor Peter Demsey, tome asiento.

– ¿Cómo sabe mi nombre?

– Por el registro de su cuenta; quiero hacerle una proposición.

– Lo escucho, al fin ya no trabajo, me despidió el nuevo clérigo.

– ¡Qué barbaridad! ¡Qué injusticia!; bueno creo que le va a ser útil mi propuesta.

– Espero entenderle.

– Tiene usted suficiente dinero para que lo invierta en firmas lucrativas, sin dejar de tener lo bastante para vivir y sin que su capital disminuya.

El gerente del banco expuso varios de los planes de inversión que le ofrecía; había distribuidoras de ropa deportiva, tiendas de conveniencia y varios rubros más; ¿Qué te parece?

– Mire mi amigo, yo no entiendo nada de negocios; si usted dice que es bueno invertir, entonces lo dejo a su criterio; confío en usted, sé que no me va a defraudar.

– Muchas gracias por su confianza, no se va a arrepentir.

Mister Peter Demsey hizo una excelente amistad con el gerente del banco; empezaron a fructificar las inversiones escogidas para el caso. Con la asistencia financiera del gerente, mister Demsey llegó a poseer una gran fortuna, haciéndolo acreedor de una membresía para pertenecer a un club muy elitista; en la celebración anual de dicho club y rodeado de distinguidos personajes uno de ellos que conocía su secreto le preguntó en voz alta:

-Mister Peter Demsey, siendo usted poseedor de una de los capitales más grandes del país, sin saber leer ni escribir; díganos ¿Qué habría sido de usted si tan solo supiera leer?

– ¡Calle!, usted debería ser más discreto, por supuesto que yo seguiría siendo el sacristán de la catedral de San Patricio.

Jorge Enrique Rodríguez.          

17 de julio de 2015.

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