En plena primavera el cielo parecía un enorme lienzo de seda que cubría toda la comarca, adornada de altas montañas y una de ella, la más alta, con faldero de bosques, campeaba la primera conjunción de aromas florales que se mezclaba con esos lares llenos de ensueño, con orquestas de aves canoras, jilgueros, canarios, petirrojos, colibríes. Hacia la falda de la montaña, existían casas con hermosos jardines pletóricos de flores de mil colores.

En la salida del valle, esta una casa con un jardín espléndidamente cuidado, la casa al fondo y en todo el contorno del terreno es un macizo de rosales de todos colores, y en el resto del lugar es un pasto muy bien cortado y se nota que tienen un excelente jardinero, en el centro hay una fuente, como de tres metros de diámetro y en el centro como pedestal está un angelito, simulando que vuela, con la mano derecha en actitud de sostener el tallo de una flor.

Una de las primaverales mañanas salía de la casa por la puerta principal, una jovencita muy bonita, de diecisiete años, tez blanca, cabellos color almendra y unos ojos del mismo tono que tiene en el pelo; llevaba puestos unos guantes de cuero gruesos y una pinza de podar, empezó a recorrer las jardineras y cortaba una rosa aquí, otra más adelante y otra más, siempre escogía la más hermosa del lugar, al terminar la vuelta al jardín cortó una rosa hermosísima, pero de raros colores, parecía tener franjas de color vino, azul, rojo y amarilla, sencillamente linda, ésta la colocó en la mano del angelito de la fuente, metiendo la punta del tallo en una pequeña manguerita que tenía en el brazo, era para que absorbiera humedad y durara más lozana y bella. Entró a la casa y colocó las rosas en un jarrón de artesanía bellísimo, originario de Aculco en el Estado de México.

No pasarían más de diez minutos cuando Azucena, que es el nombre de la bella criatura, salió cubriéndose del sol con la sombra del ala de un vaporoso sombrero ceñido con un listón largo, que en dos puntas le caía sobre la espalda hasta la cintura, además lleva una canastilla de mimbre como de cuarenta centímetros, adornada con listones entretejidos en la canastilla.

No había caminado ni cien metros dentro del bosque cuando se encontró con Camila, la vieja que vivía en el bosque ninguna de las dos se conocen; pero Camila se dirige a la niña en la siguiente forma:

– Flor, ¿A dónde vas?

– No, me llamo Azuc…

– Si lo sé, te llamas Azucena y vas a recoger moras para hacer tartas para vender en el mercadito junto a la iglesia. ¿Verdad mi niña?

– ¿Me conoce?

– Desde que naciste, yo te traje al mundo, y como que soy Camila, te puedo decir que el amor llegará a ti, cuando el rosal que más amas se torne en rosas azules, promete que la primera de las rosas de color azul que obtengas la pondrás en manos del ángel del jardín, ahí conocerás el amor. 

El corazón de Azucena latía apresuradamente, provocando una ansiedad inexplicable por las palabras de la anciana, quien se alejaba en sentido contrario al que llevaba la jovencita, reaccionó cuando un inquieto colibrí voló frente a su dulce cara haciendo que siguiera su camino. Llegó al sitio donde estaba una gran mata, o quizás varias juntas, pues se apreciaba muy amplia la circunferencia del conjunto, las moras abundantes, maduras y hermosas, arrancando una que lucía madura, la prueba la joven y exclama:

– ¡Humm! ¡Qué dulce y sabrosa! Las tartas van a quedar deliciosas.

Azucena y su mamá Rosario, se dieron a la tarea de hornear las tartas, lograron hacer veinte, que llevarían al mercado, el padre Gonzalo ya le había avisado que necesitaba cuatro tartas para la casa parroquial, esa tarde tendría la visita del señor obispo Don Javier Anaya, le prepararía la merienda.

El día siguiente muy temprano se dieron a la tarea de colocar su puesto en el mercado y exhibir sus tartas, ya que la primera misa es a las siete de la mañana. No había pasado media hora, cuando se presenta en su puesto el joven seminarista Julián, es un joven de color de pelo y de los ojos, idénticos a los de Azucena, quien al verlo despidió ligero suspiro, le llamó la atención el parecido, el joven se dirigió a Doña Rosario:

– Buenos días, Doña Rosario, Azucena, ¿cómo estás? Manda decir el padre Gonzalo, que si le puede entregar las tartas a las diez, ya que el señor obispo llegará a las once horas.

– Si, como no. (Doña Rosario sintió que el corazón se le salía del pecho, pensando ¿Cómo es posible?).

– Vengo por ellas, ¿Le parece bien?

– Desde luego, se las tendré listas.

Doña Rosario no se ha repuesto de la sorpresa de ver al joven, sobre todo el parecido, no hay duda; pensando dijo:

– ¿Por qué me haces esto Julián?, aún después de muerto me torturas.

A las diez treinta de ese día, se presentó el joven Julián a recoger las tartas de moras que fueron prometidas, Azucena le entregó una canastilla muy coquetamente bordada y una servilleta que hacía juego con ella, cubriendo las ricas tartas, solo le encargó:

– Me cuida mucho la canastita y la servilleta, ya que la uso para mis entregas.

– No te preocupes en cuanto se retire el señor obispo, yo mismo te la traigo; se retiró muy aprisa.

– ¿Te fijaste mamá?

– Si mi hijita, lo vi muy bien.

Cuando terminaron la venta de sus tartas, empezaron a recoger sus menesteres del puesto y barrían el lugar cuando se presentó Don Rogelio Luna, dueño de la fonda Las Mañanitas, para hablar con Rosario, en el sentido que si le podría surtir catorce tartas en la siguiente forma, dos los días jueves, viernes y sábado y cinco el domingo, todas las entregas deberían llegar a la fonda en las primeras horas del día. Doña Rosario, lo pensó un momento y dijo:

– ¡Don Rogelio! Me pone en un predicamento, solo mi niña y yo trabajamos; pero si usted acepta que hagamos una prueba de una semana y ver si podemos cumplir.

– ¡Qué previsora es usted! Me parece muy bien, entonces empezamos el próximo jueves, ¿De acuerdo?

– De acuerdo, mi hija y yo nos comprometemos.

En el camino de regreso a su casa, las dos mujeres van muy calladas, Azucena haciendo cuentas de lo ganado y los gastos que se ocasionaron con la venta de las tartas, solo les faltó cobrar las del padre Gonzalo, Julián no regresó en todo el día. Doña Rosario en cambio iba hundida en sus pensamientos, retrocediendo en su vida dieciocho años.

Era una tarde del mes de marzo, cuando Rosario, una joven catequista estaba dando lecciones de catecismo a los niños y niñas del pueblo, cuando se presentó un joven abogado recién titulado llamado Julián Santaella, pelo color almendra y unos ojos muy grandes y también color almendra, y le preguntó a Rosario por el padre Gonzalo:

– Disculpe señorita, ¿Se encuentra el padre Gonzalo?

– Perdón…

– Si, si esta. Pepe háblale al padre que aquí lo busca…

– El licenciado Julián Santaella.

– Que pase, dice el niño Pepe al volver.

Después de que se repuso de la sorpresa, no dejaba de pensar en el licenciado Santaella. Él por su lado le pasaba lo mismo; trato de hablar con ella al día siguiente; no fue posible. Se encaminó a tener una plática con el padre Gonzalo, y fue como se enteró de muchos detalles de la niña Rosario, el Padre le hizo prometerle que no intentaría nada malo en contra de ella.

Conociendo ya la rutina de la mamá y la joven, siempre trataba de cruzarse al caminar y solo una mirada que ambos buscaban con afán, Julián no se animaba a tener una conversación con ellas, en esas condiciones pasaron seis meses; hasta que un día, saliendo de la misa dominical:

– Buenos días Doña Lolita, ¿Me permiten conversar con ustedes? (Se sorprendieron ambas mujeres).

– Buenos días señor licenciado.

– Efectivamente, soy abogado, tengo en el pueblo seis meses, no me quejo, me ha ido bien, como nuevo vecino, no me quejo.

– ¿Me permiten que las acompañe?

– No será posible; le suplico no insista, llevamos prisa.

– ¿Me permite que en otra ocasión vuelva a intentarlo?

– Tal vez, no sabemos.

Tuvieron que pasar dos meses más de insistencia, hasta que llegó la feria patronal y se realizaba una kermés; Julián se atrevió a ir hasta la casa de Rosario y le dijo a Doña Lolita:

– Doña Lolita, le suplico que me haga el honor de aceptar y vamos a la feria, no sea mala, hace ocho meses que insisto y no se le mueve el corazón.

– Mire licenciado, no voy a contestarle, mejor le preguntamos a Rosario.

– Señorita Chayito, ¿Me hacen el honor de aceptar mi invitación?

– No soy Chayito, mi nombre es Rosario, y si aceptamos; pero con una condición.

– La que ustedes digan.

– Vamos primero con mi padrino el padre Gonzalo.

– Me parece muy bien, ¿Lo hacemos?           

– ¿Cuándo?

– Hoy, antes de ir al zócalo, pasamos a la parroquia.

En esos ocho meses, el licenciado Julián Santaella, a pesar de ser muy joven y no tener más experiencia que los libros y las pocas prácticas y servicio social, ya había hecho amistades en el medio del gobierno y varios comerciantes, agricultores y ganaderos, ya que nunca habían tenido en el pueblo ayuda legal y contable, además el padre Gonzalo le otorgó toda su confianza y aprecio. Al reunirse Doña Lolita, Rosario y el licenciado Santaella, no fue sorpresa para el padre Gonzalo, que a pesar de su juventud, poseía una vasta experiencia en relación a su ministerio y los sentimientos del ser humano.

– Bienvenidos a la Casa de Dios. ¿Adivino a lo que vienen tan especiales personas?

– Padre Gonzalo, (habla Julián), le platiqué a usted que me enamoré de Rosario, después de insistir más de medio año, al fin aceptaron acompañarme a dar una vuelta en la feria, y aquí estoy para que avale que mis intenciones son muy serias.

– ¿Tu qué dices Rosario?

– Cada vez que lo veo, me tiemblan las manos y el corazón parece que se me va salir.

– Es el amor, padre, es el amor. (Dice Doña Lolita).

– ¿Así que todos están de acuerdo? 

– Bueno, no me queda más que hacer, que darles mi bendición, que la armonía que reina ahora en este lugar los acompañe para toda la vida. Que la bendición de Dios Padre, de Dios Hijo y de Dios Espíritu Santo, los acompañe para siempre.

Rosario era una jovencita muy agraciada, muy buena hija y se veía radiante, en su pensamiento llevaba la idea que caminaba sobre nubes; Julián no se atrevía a tomarla de la mano, por lo mismo, el flotaba. En ese momento una chica morena, de largas trenzas, al pasar en sentido contrario dirigiéndose a Julián:

– ¡Hola licenciado! (Rosario instintivamente lo tomó de la mano, el detalle pasó sin importancia).

– ¡Válgame Dios! Estas niñas, estas niñas.

La relación de los jóvenes se desarrollaba en un noviazgo propio de una provincia en donde todavía respetaban los usos y costumbres. Los primeros meses, salían a misa y a tomar un helado, o una fruta con chile piquín, a caminar por el zócalo, a dar vueltas en el kiosco cuando había música; pero todo el tiempo acompañados de Doña Lolita. Poco a poco la señora, dejó de acompañarlos, hasta que al fin les permitió salir solos. Varios meses después planearon un día de campo en las laderas de la montaña, a la que invitaron a Doña Lolita, no quiso ir con ellos, les dijo que los alcanzaría.

Rosario preparó la canasta en la que llevarían los alimentos para comer en el campo y un cántaro con agua de jamaica, un mantel, cubiertos y platos, Doña Lolita les preparó un pollo ya destazado y cubierto con piña y yerbas finas, ¡Humm! un banquete.

Al filo de las once treinta de la mañana, empezaron a comer el suculento pollito que llevaron, refrescándose con el agua de jamaica, a las doce del día con el sol en el cenit, estaban ambos tendidos en la yerba mirando las nubes e imaginando que figuras formaban las nubes, diciéndose frases de amor y haciendo promesas eternas. En momento dado se quedan viendo y sin decir nada, ambos se abrazan y se dan un beso ardiente, irrefrenable y pleno de pasión, mientras las nubes pasan desfilando como alegrándose de que una pareja de enamorados se entregaban mutuamente, escuchando las melodías de las aves canoras y ambos conocen el amor por primera vez.

Azucena interrumpe los pensamientos de Doña Rosario diciéndole:

– Mire mamá, sacamos buenas ganancias, hay que agregar lo que nos debe el padre Gonzalo.

– ¡Qué bueno mi niña!

– Voy a platicar con Pietro, para que él, a ver si quiere, nos traiga la fruta cuando regrese en la noche a su casa.

– ¿Tú crees que quiera?

– Veremos si quiere, habrá que ofrecerle algún dinero por el servicio.

– No creo que acepte, pero ya veremos.

Cuando daban la última campanada a las seis de la tarde, para el rosario, llegó a la casa de Azucena el joven seminarista Julián para pagar las tartas que se les debían. Al abrir Azucena la puerta, se encontró con la sonrisa juvenil del seminarista Julián, quien dice solo:

– ¡Hola!… (Ella no contestó, ambos se miraban sin decir absolutamente nada).  

– ¿Quién es Azucena?

– Julián el seminarista.

– ¡Qué barbaridad! Dile que pase.

– Pasa, vamos a merendar, ¿Aceptas?

– No me gustaría causar molestias.

– De ninguna manera, pasa.

Una vez sentados a la mesa, mientras la señora servía un exquisito atole de cajeta, y unos tamales que se veían exquisitos, los jóvenes no dejaban de cruzar sus miradas y esbozando sonrisas muy tímidas, detalle que a Doña Rosario no se le escapaba. Sentándose Doña Rosario inicia la conversación:

– Dime Julián, ¿De dónde eres?

– Mi origen es un tanto incierto, lo he sabido es a través de personas que no son conocidos. Nací en una casa hogar en el DF porque se supone que mis papás eran estudiantes, en la casa de la mujer que fue mi madre no me querían; entonces los abuelos me dejaron en una casa hogar, mi padre se fue a terminar sus estudios a Monterrey, allá estuvo dos años, cuando se graduó se desapareció de todo mundo, dicen que se vino a éste pueblo a establecerse; pero quien sabe que pasó.

– ¿Cómo se llama tu papá?

– Julián Santaella, igual que yo.

– ¡Santaella! (exclamó asombrada Azucena).

Doña Rosario, soltó el jarrito en que estaba tomando su atole, tirando el contenido en la mesa y rompiéndose el recipiente. Un silencio muy denso se dejó sentir mientras entre las dos mujeres, recogían el mantel sucio y los tepalcates, el asombro de Julián fue mayúsculo.

– Perdón, pero ¿Qué pasa? ¿Les causé algún problema?

– No, no de ninguna manera, perdóname tú, creo que ensucié tu sotana, tráela para lavártela.

– No se preocupe, ¿Azucena estas bien? ¿Por qué te sorprendiste?

– Es que yo soy Azucena Santaella.

– ¡¿Qué dices?!

Jorge Enrique Rodríguez.

8 de julio de 2019

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